CARLOS GARRACHÓN ARIAS

AVAC.
 

“El puesyaque” es apostar fuerte y ceñirse a una férrea, consecuente disciplina.

 

Había hecho todo lo posible para rentabilizar su explotación. Su oficina era el campo y el suelo, para él, era un enorme clavo al que golpear para que se hincara más y más.

En sus parcelas hacía las ocho horas y a veces alguna más, trabajando sin descanso. Desde ese lugar, hacía llamadas a proveedores. A pie de parcela desgranaba minutos de su horario enviando fotos de plantas, supuestamente afectas por diversas anomalías. Allí, en la pantalla de su teléfono móvil, cuando tenía la gracia de recibir cobertura siempre en aras del azar, comprobaba sus pólizas de seguro e incluso gestionaba altas o bajas de su personal eventual.

 

Todo ello para llevar a cabo su “puesyaque anual”.

 

El sistema arrancaba con un abundante abonado. Ojos puestos en altos techos de producción similares a los de regadío, ya que tenía a una gran confianza en su tierra de secano, si llegase a llover lo suficiente.

 

Pues ya que había abundado en el fondo, también sería menester “empanar” simiente por encima de lo escrito, con la mejor semilla, de su mejor montón y de su peor parcela. En su economía de bulto no cabía la precisión.

 

Tierra alzada, binada y terciada, tras largas horas de cabina, conviviendo con su máquina, mientras ésta hacía el trabajo girando el volante con vida propia. Atrás el apero haciendo mucha tierra fina y hueca en un amplio perfil. Había oído hablar de las sembradoras directas y barajaba su utilización, a mayores, sobre esa labor ya hecha.

 

Bromus, Vallico, Vulpea y Avenazo no estarían presentes, siquiera mínimamente en sus planes, con campos ya abonados y sembrados, así y por mor de un puesyaque mas, aplicaba sus herbicidas.

 

Como viniera el tiempo de lluvia y ya cercana la primavera, la pesadilla surgía de nuevo y, merced al sempiterno puesyaque, lastraba una nueva nube repleta de fungicidas e Insecticidas sobre sus trigos ora por encañar, ora por espigar; cosa mala se ponía, de ver cabezas por el suelo en plena cosechadora, o negrúzias de puro carbón, con lo que había gastado previamente.

 

Y así, habiendo cumplido la cobertera con dos aportaciones nitrogenadas (un puesyaque mas) esperaba impaciente a las cosechadoras con la satisfacción de haber puesto “tiker” a todos sus deberes sin haber dado parte al seguro, lo que le anotaba un tanto por ciento a mayores.

 

Tanto coges tanto váles y, cuando el año quería venir bien, recogía kilos “a manta”. Era por ello, aclamado en su comarca como uno de los mejores, en tanto en cuanto, la lluvia, o la insuficiencia de esta, lo elevaba o descendía de su pedestal.

 

Y todo volvía a empezar.

 

Metido en la siguiente sementera, con las últimas facturas llegaban las primeras anotaciones positivas, lo que le producía una merecida sensación de bienestar.

 

Había guardado parte de su producto de años anteriores en sus propios almacenes, con la esperanza de deshacerse de ese “stock “con plusvalía, negociando en solitario, como se hacía antes; inútil, aunque no cejaba en su esperanza.

 

Se felicitaba por no haber sido victima de “La Dana” y sus aguaceros malcaidos. Tierra movida, cuesta abajo, polvareda de libro, barro pendiente abajo. Nunca se había echado atrás. Con viento suroeste su suelo tomaba viaje. Fabricar un suelo nuevo, pensaba, no le llevaría mas de una campaña y una vez nutrido volvería a ser el mismo de antes.

 

Y llegaba otra vez la sementera con la antigua y nueva duda. Quería ver el negocio como antes, pero este seguía su curso apartándose de sus principios.

 

Se sentía labrador “arador”. El simple arañazo de las máquinas, el “todo en uno”, no le parecía de recibo. No sabía nada de eso, y la tradición no le aportaba mas información, ni experiencia alguna.

 

¿Reducir, reutilizar, reciclar?, incurrir en la simpleza, o reiterar.

Un, dos tres.

Puesyaque, ¿Otra vez?

 

 

 

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